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–«Pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). La Revelación divina fue descubriendo verdades lentamente a Israel a lo largo de los siglos, hasta llegar en la plenitud de los tiempos a Jesucristo, que nos comunica la plena participación en la sabiduría de Dios por la fe y los dones del Espíritu Santo. Hay en Israel verdades de suma importancia –por ejemplo, si hay resurrección tras la muerte– que no conoce todavía a la venida de Cristo: «los saduceos negaban la resurrección, mientras que los fariseos creían en ella» (Hch 23,8). Pero, en cambio, la verdad del pecado original fue revelada a Israel desde el principio, ya en el primer capítulo del Génesis. «Mira [Señor], en la culpa nací; pecador me concibió mi madre».
El pecado original es un pecado transmitido «por generación». La Iglesia cree desde antiguo que los niños deben ser bautizados, para que «la regeneración limpie en ellos lo que por la generación [generatione] contrajeron» (418, Zósimo: Denz 223). Cree que el pecado original deteriora profundamente la naturaleza de nuestros primeros padres. Por tanto, si la naturaleza humana se transmite por la generación [natus-natura], no pueden nuestros primeros padres, ni los que les siguen, transmitir a sus hijos por la generación una naturaleza sana y pura, porque en ellos está enferma. Nadie puede dar lo que no tiene.
Así pues, el pecado original es «transmitido a todos por propagación, y no por imitación» (1546, Trento: Denz 1513; cf.: 1523; 1930, Pío XI, enc. Casti connubii: Denz 3705; 1968, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.16, corrigiendo las tesis del Catecismo holandés).
Ésta es doctrina tenida por la Iglesia como de fe. Están, pues, en el error los teólogos que entienden el pecado original y su transmisión en clave no ontológica, sino histórica. Según ellos, «el pecado de Adán» es el «pecado inaugural». Es, simplemente, el primero: por eso es llamado original, porque está en el origen de la humanidad pecadora. El hombre al nacer entra en un mundo que está en situación de pecado –el pecado del mundo–, y sufre su contagio en el pensamiento y las obras a lo largo de su vida. Así es como se transmite el pecado original a todos los hombres.
Esta explicación, sin embargo, no es conforme con la doctrina de la Iglesia, y más parece explicar la transmisión del pecado original imitatione que generatione. El peccatum naturæ es algo mucho más grave y profundo, pues afecta a la misma naturaleza de todos los hombres, ya que «toda la persona de Adán, por aquella ofensa de prevaricación, fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma» (Trento, Denz 1511). En efecto, el pecado y la desobediencia de «uno solo» nos ha constituído «a todos» pecadores, y la gracia y la obediencia de «uno solo», Jesucristo, nos ganan la salvación de Dios (cf. Rm 5,12-19). Ésa es la doctrina de la Iglesia. «Pecador me concibió mi madre».
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–Únicamente la Virgen María es concebida sin pecado original. Ella es, como dice el ángel Gabriel, «la Llena-de-gracia» (Lc 1,28). Ella es la Panagia, la toda santa, como la llama la Ortodoxia, que, sin llegar a un conocimiento perfecto de la naturaleza del pecado original, confiesa unánime que la gracia de Dios guarda la vida de María absolutamente inmune de todo pecado, hasta del más mínimo: Panagia. Es la Iglesia Católica la que, partiendo de sus definiciones dogmáticas sobre el pecado original, define que María es la Inmaculada Concepción, la Purísima, la única persona humana concebida inmune del pecado original; la única que no ha de decir «pecadora me concibió mi madre». Así lo declara el Beato Pío IX en 1854:
«declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles» (Denz 2803). La oración colecta de la Misa de la Inmaculada da en síntesis la misma fórmula dogmática.
–La persona humana más santa y más bella es femenina, es María virgen, la Doncella de Nazaret. El feminismo mundano actual anticristiano no tiene nada que enseñarnos a los discípulos de Cristo. El feminismo es católico desde el nacimiento de la Iglesia. Ningún ser humano es tan digno, tan santo, tan unido a Dios, tan benéfico, como esta mujer, María, «bendita entre todas las mujeres» y entre todos los seres humanos. El Salvador del mundo fue Jesús, «nacido de mujer» (Gál 4,4)... Y María es la Reina de todo lo creado.
La «persona» humana más bella es María, es una mujer, porque es «imagen perfecta de Dios», belleza infinita: Llena-de-gracia – Panagia – Inmaculada. También Jesús, y mucho más, es «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), «esplendor de su gloria e imagen de su substancia» (Heb 1,3): pero su Persona es divina y eterna. María, en cambio, siendo una persona humana, es imagen perfecta de Dios: speculum justitiæ. Por eso la Iglesia, al contemplarla, confiesa llena de gozo: Tota pulchra est Maria et macula originalis non est in te. De ningún ser humano, por santo que sea, puede afirmarse lo mismo.
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–Una de las mayores alegrías del cristiano es saber que la Inmaculada es realmente su Madre. Jesús en la Cruz nos la dió por Madre (Jn 19,27). Por mal que a veces nos vaya todo, miramos a María y nos llenamos de la más grande alegría: causa nostræ lætitiæ. ¡Qué madre tenemos!... Madre, sí, realmente madre, como en su encíclica Ad diem illum (1904) lo confiesa San Pío X con santo entusiasmo:
«En el casto seno de la Virgen, donde tomó Jesús carne mortal, adquirió también un cuerpo espiritual, formado por todos aquellos que debían creer en él. Y se puede decir que, teniendo a Jesús en su seno, María llevaba en él también a todos aquellos para quienes la vida del Salvador encerraba la vida. Debemos, pues, decirnos originarios del seno de la Virgen, de donde salimos un día a semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por esto somos llamados, en un sentido espiritual y místico, hijos de María, y ella, por su parte, nuestra Madre común. "Madre espiritual, sí, pero madre realmente de los miembros de Cristo, que somos nosotros" (San Agustín)».
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–Dignare me laudare te, Virgo sacrata: concédeme la gracia de poder alabarte, Virgen sagrada. Así se lo pide la Iglesia en el himno. Ave, Regina Cælorum,
Ave, Domina Angelorum / Salve, radix, salve, porta / Ex qua mundo lux est orta: / Gaude, Virgo gloriosa, / Super omnes speciosa, / Vale, o valde decora, / Et pro nobis Christum exora. // V. Dignare me laudare te, Virgo sacrata. R. Da mihi virtutem contra hostes tuos.
Cuando la Iglesia canta las glorias de la Inmaculada casi pierde la cabeza; casi. Veamos, por ejemplo, las locuras de amor que un gran filósofo y teólogo del siglo XI, San Anselmo de Canterbury, escribe, y que hoy la Iglesia nos da a leer en el Oficio de lectura:
«¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por criatura!
Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.
Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.
¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!»
–Ave María purísima.
–Sin pecado concebida.
José María Iraburu, sacerdote
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