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INTRODUCCIÓN
Pocas obras históricas he disfrutado tanto como las de Alfonso Junco. Nacido en 1896 y fallecido en 1974, Junco escribió libros como el Un Siglo de Méjico, de Hidalgo a Carranza, con amplia y excelente documentación.
Con rigorismo científico, incursionó en temas polémicos proporcionando datos y análisis muy interesantes, como por ejemplo acerca del presidente liberal Benito Juárez (Juárez Intervencionista), la caída del Imperio de Maximiliano (La Traición de Querétaro), y sobre la Inquisición (Inquisición sobre la Inquisición).
Ferviente católico, produjo obras como El alma estrella y La divina aventura, y dos sólidas obras guadalupanas, El milagro de las rosas y Un radical problema guadalupano.
El libro que tomé como referencia para este artículo es Inquisición sobre la Inquisición, Edit. JUS, 5a. Ed. 1983, Colección México Heroico; una obra repleta de citas documentales y de perspicaces comentarios acerca de este tema tan controversial.
Lo que cito son fragmentos de distintas partes de su obra.
Jesús Hernández
NOTA:Me tomé la libertad de hacer algunos RESALTES en el texto.
Inquisición sobre la Inquisición
La España del Siglo XVI
Surgido de las ocho centurias heroicas de la Reconquista, en que el ideal religioso era el alma del ideal patrótico, todo el régimen social y político de la España del siglo XVI se apoyaba en la unidad católica. Minarla era minarlo. Y la herejía era considerada por la ley -con unánime aplauso popular- delito tan grave como hoy estimaríamos la traición a la patria.
Los herejes, además, no eran corderos apostólicos como algunos suponen, sino gente agresiva y belicosa que ya había encendido conflagraciones sancrientísimas en Alemania, en Inglaterra, en Francia. Combatir la herejía era defender la paz. Lo excepcional del peligro pedía lo excepcional de la energía. Y de hecho, España se libró de las feroces, asoladoras, inacabables guerras religiosas que deshonraron y enloquecieron a Europa; el preventivo de la Inquisición ahorró infinitos transtornos y vidas, pues -como declara el protestante William Cobbett- Isabel de Inglaterra hizo más estragos en un año que la Inquisición en todo el curso de su dilatadísima existencia (Historia de la Reforma Protestante en Inglaterra e Irlanda, carta undécima, párrafo 338).
Cosa esencial y olvidadísima es que la Inquisición no era conquistadora, sino defensora; no miraba a hacer adeptos ni a forzar la conciencia de nadie, sino a evitar que errores forasteros prendieran su ponzoña disgregadora en la conciencia nacional.
Nunca el Santo Oficio enjuició al judío, sino al judaizante, nunca al moro sino al morisco: o sea, a quienes, habiendo abrazado la religión católica y pertenecido ya al gremio y jurisdicción de la Iglesia, resultaban conversos falsos y a menudo sacrílegos.
La Inquisición no sólo era aceptada, sino amada con fervor. Institución defensora del pueblo en lo que éste tenía de más entrañable y venerado, era intensamente popular, como lo reconocen cuantos han querido enterarse. Los que proclaman, pues, la soberanía del pueblo, el imperio de la voluntad popular, tienen que acatar en el Santo Oficio la encarnación de esa soberanía. Con la peculiaridad nada común de que el sentir del vulgo coincidía y ser hermanaba con el de los doctos, según puede saberlo quienquiera que maneje a los áureos autores de aquellos días.
Ningún hombre sano y constructivo puede aceptar que la verdad y el error sean indiferentes y tengan iguales derechos. Pero el problema está en saber cuál es la verdad. ¿Y quién tiene autoridad para decidirlo?
Mirando estrictamente a lo espiritual, para el cristiano el problema está resuelto por el único que puede resolverlo: Dios. Y habiendo entonces unánime y fervorosa adhesión a la verdad revelada, había unánime y fervorosa convicción de que la fe, vida del alma, es más importante que la vida del cuerpo; la herejía era epidemia letal contra la que se establecía con aplauso un cordón sanitario; y si ahora aceptamos todos el castigo a los falsificadores de moneda y a los que, adulterando alimentos o medicinas, conspiran contra la salubridad pública, entonces aceptaban todos el castigo a los falsificadores de la verdad divina y a los adulteradores que conspiraban contra la salud y la salvación de las almas. Podemos pensar o no como ellos, pero debemos entenderlos. Eran las mismas razones de defensa personal y de bien público: sólo que nosotros miramos a la materia y ellos miraban al espíritu.
Nadie puede dudar de la sincerísima buena fe, del ardor de caridad de aquellos hombres -y hablo aquí sobre todo de los eclesiásticos-; atribuirles, fundamentalmente, propósitos torcidos, miras de predominio, de crueldad, de opresión, es ignorar las realidades históricas y la psicología de la época.
Contraste de Intolerancias
Algunos espíritus ilustrados se eximen de aspavientos ante la Inquisición, reconociendo que la intolerancia religiosa era entonces un hecho universal y que nadie puede tirar la primera piedra. Ciertamente. Bastaría para la vindicación histórica de Felipe II -que fue quien dio mayor auge a la Inquisición, fundada por la gran Isabel-, colocarse en su siglo y ver que habría sido una excepción ultraterrestre si hubiera inventado la tolerancia; invención, además, con la que hubiera hecho el cándido, pues sus enemigos -que eran religioso-político-guerreros- se le habrían echado encima y habrían acabado con España, con el genuino ser hispánico.
Pero hay mucho más. Nótese esta fundamental diferencia: Felipe II, lejos de oprimir con la Inquisición al pueblo español, interpretaba y condensaba su sentir; mientras que Enrique VIII, habiendo apostatado de su fe católica por motivos rastreros -negativa del Papa a autorizar su divorcio de Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena-, imponía a sangre y fuego sus devaneos teológicos al pueblo inglés, violentando vergonzosamente las conciencias. Uno defendía a su nación; otro la oprimía.
Y he aquí otra diferencia substancial. El español proclamaba los derechos de la verdad revelada, la obediencia debida a la Palabra de Dios depositada en su Iglesia; y al defender esa verdad que él no inventaba y que todos espontáneamente veneraban, era leal a su convicción y a su conciencia. En cambio el inglés proclamaba el libre examen, mientras enviaba al cadalso al que, examinando libremente, disentía de su antojadizo parecer. Y lo propio hacían Calvino y los demás corifeos protestantes; precursores de la Revolución Francesa, que proclamaba la libertad de pensamiento mientras guillotinaba a los que no pensaban como ella; precursores del liberalismo, que se desgañitaba en loas para la libertad, mientras que en Francia, en España, en Italia, en Portugal, en la América Española, era perseguidor y carcelero de la religión nacional.
No es justo confundir a esos farsantes con aquellos leales. ¡Y decir que estos farsantes son los que más han clamado contra la Inquisición!
El espíritu católico estima que la unidad religiosa, cimiento irremplazable de unidad moral, de cohesión patriótica, de concordia de miras y de anhelos,es un inmenso bien, y que donde existe es justo salvaguardarlo. Pero cuando las condiciones son distintas, cuando las discrepancias existen ya, abre entonces la puerta a la tolerancia religiosa y a la pacífica libertad, sin que esta práctica implique la absurda teoría de que el error y la verdad merecen iguales prerrogativas. Tenemos, así, el hecho memorable y generalmente ignorado, de que los católicos fueron los fundadores de la libertad de conciencia en los Estados Unidos. Maryland, la única colonia católica de las trece primitivas de Norteamérica, fue la única que estableció al fundarse, en 1634, y proclamó por ley antes que nadie -el 2 de abril de 1649- la tolerancia religiosa. Así lo cuenta el protestante Bancroft, narrando como en aquella región católica presidida por Lord Baltimore, "muchos protestantes encontraban amparo contra la intolerancia protestante" (History of the United States, cap. 7). Por cierto que poco después, al preponderar en Maryland los puritanos, pagaron bochornosamente la generosidad católica, prohibiendo el "papismo" que los había acogido y amparado.
¿Podría ser más expresivo el contraste?
Procedimientos y Víctimas
Era la Inquisición un tribunal mixto: eclesiástico y civil. Deseado y pedido por los Reyes Católicos, el Papa concedió su erección (en 1480) y de él derivaban su autoridad los inquisidores, ya que habían de entender en cosas de fe y religión.
Los eclesiásticos ejercían un papel en cierto modo semejante al del moderno jurado: determinaban si había o no delito. En casos leves, se absolvía al reo imponiéndole alguna penitencia: reclusión en algún convento u hospital, ejercicios espirituales, oraciones, limosnas... Para delitos mayores, las penas civiles eran de cárcel, destierro, confiscación de bienes para la hacienda real, etcétera. Sólo en caso grave de reincidencia o de obstinación impenitente -después de dar al procesado tiempo y libertad para discutir con los teólogos, a fin de que éstos agotaran los medios persuasivos-, el reo era "relajado al brazo secular", es decir, entregado al poder civil, el cual aplicaba el castigo correspondiente, según la propia legislación civil. Los eclesiásticos, pues, nunca, absolutamente nunca, decretaban ni menos ejecutaban las sentencias de muerte, como piensan algunos que del Santo Oficio sólo tienen una confusa visión de frailes atizando hogueras.
Los autos de fe no eran el acto de achicharrar a nadie, sino las grandes solemnidades -con misa y predicación-, en las que se leían públicamente las causas y sentencias de los reos. Muchas veces no había "relajados al brazo secular", y en eso paraba todo. Cuando había "relajados", allí se entregaban a la autoridad civil, la cual, en otro sitio, decretaba la pena capital, que era ejecutada generalmente en lugar muy distante. Por ejemplo, en México los autos de fe solemnes solían ser en la Plaza Mayor, y las ejecuciones en la Alameda.
Era rarísimo el reo a quien se quemaba vivo; casi todos ejecutábanse primero, dándoles garrote, y se incineraba después su cadáver. Así en el auto de 1649, el más importante y sonado de los de Nueva España, sobre ciento nueve reos sólo trece fueron ejecutados, y de ellos sólo uno quemado vivo: el célebre Tomás Treviño de Sobremonte.
La hoguera, por lo demás, no era horror privativo de la Inquisición, sino forma de ajusticiar tan común entonces como ahora el fusilamiento o la silla eléctrica, y se usaba también para delitos del orden civil. (En México había para esto, brasero aparte en San Lázaro).
Jamás empleó el Santo Oficio los descuartizamientos y vivisecciones usados en Francia, Inglaterra y otras partes, a paropósito de lo cual es interesante recordar al Marqués de Pombal, insigne perseguidor y "amigo de las luces", que ya muy entrado el siglo dieciocho, mandaba ejecutar esta terrible sentencia en el Duque de Abeiro, por conspirador: "en un cadalso elevado de modo que su castigo pueda ser visto de todo el pueblo, escandalizado de su horrible delito, después de romperle las piernas y los brazos sea expuesto sobre una rueda para satisfacción de los vasallos presentes y futuros de este reino y en seguida de esta ejecución se le queme vivo con el cadalso en que fuere ajusticiado, hasta que se reduzca todo a cenizas y polvo, que deberán arrojarse después al mar..." Esto era en Lisboa, en 1759. Pero sobre ello y sobre mil cosas semejantes se guarda alto silencio, mientras se vocifera día y noche contra la Inquisición, que se distinguió precisamente por ser menos rigurosa en medio de las ásperas usanzas de la época.
Cuando al número de "víctimas", se ha inflado de modo ridículo. Ya analizaremos las cuentas del Gran Capitán de los calumniadores de la Inquisición: don Juan Antonio Llorente. Sólo consignemos ahora que, en la vastísima extensión de la Nueva España y en el curso de tres siglos, el total de ajusticiados fue de cuarenta y tres individuos. ¡Una verdadera decepción! ¡Las célebres hogueras quedan desprestigiadas!
Y no huelga aquí recordar que el Santo Oficio para nada se metía con los indios, expresamente exentos de su jurisdicción. Pero, naturalmente, no ha faltado quien diga que los sacrificios sangrientos de los indígenas -en que morían millares en un día- quedaron "compensados" con las matanzas inquisitoriales...
Nuestro Riva Palacio que, aunque cargado de prejuicios, sesgó muchos papeles de la Inquisición, confiesa en el segundo tomo de México a través de los Siglos, que "si se estudia la institución del Santo Oficio por sus reglamentos, sus instrucciones y sus formularios, seguramente poco habrá que tachársele, pues a excepción del riguroso secreto que exigía en todos sus trabajos, apenas podrá encontrarse en su manera de sustentar los procesos, algo que difiera de lo que, por derecho común, los jueces ordinarios practicaban en esa época".
Según el propio Llorente en su maligna Historia Crítica de la Inquisición, ningún prisionero era oprimido con cadenas o cepos -y aquí cabe recordar a Morelos, con ellos bajo la justicia real, sin ellos bajo el Santo Oficio-; sus cárceles eran "buenas piezas, altas, sobre bóvedas con luz, secas y capaces de andar algo": verdaderos palacios para lo que entonces se estilaba.
Todos sus procedimientos, en fin, eran de lo más suave dentro de las férreas costumbres del tiempo. Así, don Juan Valera, espíritu nada timorato ni angosto, ha podido afirmar que "la Inquisición de España casi era benigna y filantrópica comparada con lo que en aquella edad durísima hacían tribunales y gobiernos y pueblos". (Discursos Académicos, respuesta a Núñez de Arce en su recepción).
Resplandores Inquisitoriales
¿Puso la Inquisición trabas al genio y grilletes a la inteligencia? En su ramo exclusivo, el religioso, no podía oprimir a escritores que eran todos espontánea y medularmente católicos; y en lo demás, envidia da la libre intrepidez con que entonces se hablaba y se escribía. Nunca el genio español ha pensado con más nervio, originalidad y brío que en plena Inquisición, y da la casualidad de que con ella coincida la edad de oro de las letras españolas.
Para hablar de la Inquisición y la cultura, hay que leer primero, estudiar y aquilatar lo que escribe Menéndez Pelayo en La ciencia española y en la Historia de los Heterodoxos. Hacerlo antes, es perder el tiempo, chapotear en lugares comunes, errar entre fantasmas, naufragar en escollos ya decisivamente conocidos y superados. Obrar, en suma, contra lo que aconsejan el buen juicio y los intereses de la cultura.
Dice el polígrafo montañés:
"¿Qué diremos de la famosa opresión de la ciencia española por el Santo Tribunal? Lugar común ha sido éste de todos los declamadores liberales... Llorente, hombre de anchísima conciencia histórica y moral, formó un tremendo catálogo de sabios perseguidos por la Inquisición".
Y Menéndez Pelayo analiza el catálogo, nombre por nombre y caso por caso, para concluir:
"Quien conozca nuestra literatura de los siglos XVI y XVII, no habrá dejado de reírse de ese sangriento martirologio formado por Llorente, en que no hay una sola relajación al brazo secular, ni pena alguna grave, ni aun cosa que pueda calificarse de proceso formal", salvo unos cuantos que el polígrafo examina. Otros son verdaderos mitos forjados por Llorente, quien coge por los cabellos la más tenue referencia, para convertir en "procesos" las acusaciones frustradas que ningún tribunal del mundo puede impedir.
Prosigue Menéndez Pelayo en Los Heterodoxos:
"Clamen cuanto quieran ociosos retóricos y pinten al Santo Oficio como un conciábulo de ignorantes y matacandelas; siempre nos dirá a gritos la verdad en libros mudos que inquisidor general fue fray Diego de Deza, amparo y refugio de Cristóbal Colón; e inquisidor general fue Cisneros, restaurador de los estudios de Alcalá, editor de la primera Biblia Políglota y de las obras de Raimundo Lulio, protector de Nebrija, de Demetrio el Cretense, de Juan de Vergara, del Comendador Griego y de todos los helenistas y latinistas del Renacimiento español; e inquisidores generales don Alonso Manrique, el amigo de Erasmo, y don Fernando Valdés, fundador de la Universidad de Oviedo, y don Gaspar de Quiroga, a quien tanto debió la Colección de Concilios y tanta protección Ambrosio de Morales; e inquisidor don Bernardo de Sandoval, que tanto honró al sapientísimo Pedro de Valencia y alivió la no merecida pobreza de Cervantes y de Vicente Espinel.
Y, aparte de estos grandes prelados, ¿quién no recuerda que Lope de Vega se honró con el título de familiar del Santo Oficio, y que inquisidor fue Rioja, el melancólico cantor de las flores, y consultor del Santo Oficio el insigne arqueólogo y poeta Rodrigo Caro?...
Hasta los ministros inferiores del Tribunal solían ser hombres doctos en divinas y humanas letras y hasta en ciencias exactas. Recuerdo a este propósito que José Vicente del Olmo, a quien muchos habrán oído mentar como autor de la relación oficial del auto de fe de 1682, lo es también de un no vulgar tratado de Geometría especulativa y práctica de planos y sólidos (Valencia, 1671), y de una Trigonometría con la resolución de los triángulos plano y esférico y uso de los senos y logaritmos, que es, y dicho sea entre paréntesis, una de tantas pruebas como pueden alegarse de que no estaban muertos ni olvidados los estudios matemáticos, aun en la infelícisima época de Carlos II, cuando se publicaban libros como la Analysis Geométrica de Hugo de Omerique, ensalzada por el mismo Newton.
Pero, ¿cómo hemos de esperar justicia ni imparcialidad de los que, a trueque de defender sus vanos sistemas, no tienen reparo en llamar "sombrío déspota, opresor de toda cultura" a Felipe II, quien costeó la Políglota de Amberes, grandioso monumento de los estudios bíblicos, no igualada en esplendidez tipográfica por ninguna de las posteriores, ni por la de Walton ni por la de Jay; a Felipe II, que reunió de todas partes exquisitos códices para su Biblioteca de San Lorenzo, y mandó hacer la descripción topográfica de España y levantar el mapa geodésico que trazó el maestro Esquivel cuando ni sombra de esos trabajos poseía ninguna nación del orbe; y formó en su propio palacio una Academia de Matemáticas dirigida por nuestro arquitecto montañés Juan de Herrera, y promovió y costeó los trabajos geográficos de Abraham Ortelio, y comisionó a Ambrosio de Morales para explorar los archivos eclesiásticos y al botánico Francisco Hernández para estudiar la fauna y flora mexicanas"?"
A fin de refutar la especiosa acusación que se endereza al Santo Oficio, de haber "aherrojado la razón con prohibiciones y censuras, de haber matado en España las ciencias especulativas y las naturales y cortado las alas al arte", Menéndez Pelayo se mete a analizar concienzuda y minuciosamente los Índices expurgatorios -cosa que ninguno de los declamadores antiinquisitoriales ha hecho- y concluye:
"Afirmo, pues, sin temor de ser desmentido, que en toda su larga existencia, y fuese por una causa o por otra, no condenó nuestro Tribunal de la Fe una sola obra filosófica de mérito o de notoriedad verdadera, ni de extranjeros ni de españoles...
Aun es de mayor falsedad y calumnia más notoria, lo que se dice de las ciencias exactas, físicas y naturales. Ni la Inquisición persiguió a ninguno de sus cultivadores, ni prohibió jamás una sola línea de Copérnico, Galileo y Newton. A los Índices me remito. ¿Y qué mucho que así fuera, cuando en 1594 todo un consejero de la Inquisición que luego llegó a inquisidor general, don Juan de Zúñiga, visitó por comisión regia y apostólica los Estudios de Salamanca y planteó en ellos toda una facultad de ciencias matemáticas como no la poseía entonces ninguna otra Universidad de Europa, ordenando que en astronomía se leyese como texto el libro de Copérnico?"
En letras humanas aun fue mayor la tolerancia", termina Menéndez Pelayo, siempre afianzando sus afirmaciones en maciza legión de hechos y nombres.
Todo lo cual corre en los Heterodoxos, por el capítulo Resistencia ortodoxa que epiloga el periodo protestante.
Saltamos ahora a La Ciencia Española -cuyas cartas segunda y tercia del tomo segundo hay que leer singularmente- y damos con estas conclusiones:
-La Inquisición no impidió que brotase en nuestras escuelas el congruísmo, sistema teológico referente a un punto delicadísimo, el de la gracia, y esto con los protestantes a la puerta.
-La Inquisición no impidió que se enunciase libremente atrevidas ideas filosóficas.
-La Inquisición permitió en política defender el gobierno democrático, la soberanía popular y el tiranicidio.
-La Inquisición permitió discutir la autoridad de la Vulgata.
-La Inquisición no impidió a nuestros críticos relegar al país de las quimeras multitudes de santos y mártires, con cuyas reliquias se envanecían muchas ciudades.
-La Inquisición permitió atacar al mal gobierno y los errores administrativos.
-La Inquisición consintió todo género de licencias al teatro, la novela y la sátira.
Y así, contra cavilaciones y teorías, los hechos gritan irrefutablemente que "en el siglo XVI, inquisitorial por excelencia, España dominó a Europa, aun más por el pensamiento que por la acción, y no hubo ciencia ni disciplina en que no marcase su garra".
La de Menéndez Pelayo está aquí. No es fácil tarea borrar su signo.
(A MANERA DE CONCLUSIÓN): Inquisición y Progreso, por don Juan Valera (en la misma obra de Alfonso Junco)
Envejecido lugar común, donde no pocas gentes han embarrancado: la Inquisición Española fue rémora y parálisis para el progreso intelectual, y a ella se debe la postración y decadencia en que más tarde vino a dar España, mientras otras naciones europeas avanzaban y subían.
Enfocado fríamente el problema, varias observaciones decisivas se ofrecen al hombre informado:
1.- El mayor auge de la Inquisición va de la mano con el mayor auge de la cultura española, y ese fraternal apogeo no es coincidencia fugitiva, sino paralelismo poderoso y firme que se prolonga a lo largo de dos siglos: el XVI y el XVII.
2.- La intolerancia religiosa no era privativa de España, sino universal en la Europa de entonces: si unos países prosperaron después y otros decayeron, no puede la diversidad de su destino atribuirse a una causa que era idéntica en todos.
3.- Si la culminación española coincide con la culminación de su fervor religioso y patriótico que dio aliento y arraigo nacional a la Inquisición, y si precisamente el debilitamiento de ese fervor coincide con la decadencia de España en el siglo XVIII, más lógico y racional sería sacar una consecuencia exactamente contraria a la que se formula.
4.- Empero, debe desecharse toda explicación demasiado simplista, y estudiarse humildemente el complejo tejido de causas y concausas que, aquí como siempre, traman con múltiple riqueza la clámide de la historia, y que en todos los pueblos y en todas las edades nos ofrecen etapas de esplendor y periodos de decadencia.
Por Alfonso Junco
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