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Por: Daniel Iglesias Grezés

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“Casi cada vez que el Corán se refiere a Jesús, lo que hace alrededor de una docena de veces, se opoñe señaladamente a la visión cristiana según la cual Cristo es uno de la Trinidad. Peor, según la presentación de la visión cristiana de la Trinidad hecha por el Corán, esta última está compuesta por Dios, Cristo y María.” (Stanley L. Jaki, Jesus, Islam, Science, Real View Books, Pinckney – Michigan, 2001, p. 4; la traducción del inglés es mía).

“En la perspectiva radicalmente simple del Corán es suficiente para el fiel musulmán saber sobre Jesús que él nunca pensó que él era Dios o que María era Dios. El fiel musulmán debe vivir en la creencia de que Dios, Jesús y María son la Trinidad cristiana. Esto, si fuera verdad, seguramente equivaldría a un craso politeísmo, que los cristianos abominarían no menos que lo que lo hacen los musulmanes. Pero el Corán no deja ninguna duda de que ésa es la visión cristiana y de que tal visión, y por lo tanto los cristianos y el cristianismo, debería ser deplorada y enfrentada resueltamente. No hay espacio allí para un diálogo, para un mejor entendimiento. Para el musulmán el Corán es la última palabra de Dios al hombre.” (Ídem, p. 10; traducción mía).

Aquí se plantea un problema insoluble para la fe musulmana. Para comprender esto se debe tener muy presente que la fe musulmana en el origen divino del Corán es muy diferente de la fe cristiana en la inspiración divina de la Biblia.

El cristiano cree que la Biblia es a la vez obra de Dios y obra de hombres. Dios es el autor principal de la Biblia, pero la Biblia fue escrita por hombres inspirados por Dios, que actuaron como verdaderos autores humanos, cada uno de ellos con su vocabulario y estilo propios. El cristiano no concibe la inspiración bíblica como el mero dictado de un texto celestial ni como una suerte de trance espiritista, sino como una iluminación divina de la mente del hagiógrafo, que capacita a éste para transmitir por escrito la palabra revelada por Dios a los hombres para su salvación. Esa transmisión utiliza diversos géneros literarios y la cultura propia de la época de cada autor sagrado, los que deben ser tenidos en cuenta para la correcta interpretación del texto sagrado.

Según la fe musulmana, en cambio, el Corán es una obra exclusivamente divina, sin ningún autor humano; se trataría de la transcripción exacta de las mismísimas palabras reveladas por Dios a Mahoma en árabe, por medio del ángel Gabriel. Por eso, según los musulmanes, el Corán es un libro eterno, compuesto en el cielo por el mismo Dios.

En la visión musulmana ortodoxa, entonces, no hay espacio para un estudio histórico-crítico del texto del Corán, análogo al que tantos estudiosos cristianos y no cristianos han llevado a cabo sobre la Biblia durante siglos. El musulmán no puede relativizar la información histórica del Corán sobre el dogma trinitario cristiano diciendo que es algo “dicho de paso” o un simple recurso literario para transmitir una verdad de otro orden. Lo que dice el Corán debe ser tenido por el musulmán como absolutamente verdadero también en el sentido histórico.

Ahora podemos palpar el problema insoluble antes mencionado, porque es evidentísimo que la presentación que el Corán hace del dogma trinitario cristiano es una completa tergiversación, parecida al craso error de un niño cristiano que –por no conocer aún el Catecismo- confunde la Santísima Trinidad con la Sagrada Familia.

Ningún cristiano, ni ortodoxo ni heterodoxo, ha creído jamás que la Trinidad está formada por Dios, Jesús y María. Lo que más se le parece, que yo sepa, fue una tesis sostenida por Leonardo Boff cuando todavía era tenido por teólogo católico: la unión hipostática de María con el Espíritu Santo, disparate teológico que no tuvo ni antecesores ni seguidores. Ni los católicos más “maximalistas” en lo referente a la mariología y el culto mariano han sostenido jamás que María tuviera una naturaleza divina.

No hay modo escapar a la conclusión de que el Corán suministra una información equivocada, desde el punto de vista histórico, sobre la fe cristiana en la Trinidad. Más allá de que nuestra fe en la Trinidad sea verdadera o falsa, ella es lo que es y siempre ha sido, y no otra cosa, como pretende hacernos creer el autor del Corán.

Considerando lo dicho antes sobre el “Corán eterno” y lo inconcebible de la idea de un Dios mal informado sobre la doctrina cristiana, vemos que no hay forma posible de conciliar la fe musulmana con este error del Corán.

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Por: Dr. Miguel Carmena

 

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La encíclica Evangelium vitae del Papa Juan Pablo II, 25 de marzo de 1995.

¿Qué dice exactamente la encíclica Evangelium Vitae sobre la eutanasia?

La encíclica afirma que "la eutanasia es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de la persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio" (n. 65).

¿Cómo define la encíclica la eutanasia?

La encíclica define la eutanasia como "adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin dulcemente a la propia vida o a la de otros" (n. 64) o, más propiamente, "en sentido verdadero y propio se debe entender (la eutanasia como) una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados" (n. 65).

¿Por qué la Iglesia condena la eutanasia si muchas veces parece una medida de solidaridad hacia los enfermos que sufren sin remedio y están sometidos a tratamientos inhumanos?

La encíclica aborda este problema cuando se refiere al ensañamiento terapéutico. Afirma que la eutanasia debe distinguirse de la "decisión de renunciar al ensaña miento terapéutico, o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Ciertamente, existe la obligación de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las circunstancias concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte" (n. 65).

¿Pero, entonces, no se puede aliviar el dolor del enfermo, aunque esto suponga acortarle la vida?

La encíclica apunta que “en la medicina moderna van teniendo auge los llamados cuidados paliativos , destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida.

En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento “heroico” no debe considerar se obligatorio para todos. Ya Pio XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales.

En efecto, en este caso no se requiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo”: acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios“ (n. 65).

¿Cuál es la realidad más profunda de la eutanasia?

La eutanasia "en su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir (Sab. 16,13 y cfr. Tob. 13,2) “ (n. 66).

¿Dice algo la encíclica Evangelium Vitae acerca de las personas que colaboran con la eutanasia?

La encíclica emplea palabras muy claras para referirse a las diversas formas de colaboración con la eutanasia. Dice textualmente:

“Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado “suicidio asistido” significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. “No es lícito -escribe con sorprendente actualidad San Agustín- matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba contra las ligaduras del cuerpo y quería desasirse”. La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante “perversión” de la misma. En efecto, la verdadera “compasión” hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar”.

“El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes -como los familiares- deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos -como los médicos-, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas”.

“La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios “conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5). Sin embargo, sólo Dios tienen el poder sobre el morir y el vivir: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39; cf. 2R 5,7; 1S 2,6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas” (n. 66).

¿Cuáles deben ser, según la encíclica, las actitudes del cristiano ante el sufrimiento y la muerte?

La encíclica nos dice que, frente a la cultura de la muerte, “bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen“ (n. 67).

Los derechos del enfermo moribundo

El derecho a una muerte digna incluye:

1. El derecho a no sufrir inútilmente.

2. El derecho a que se respete la libertad de su conciencia.

3. El derecho a conocer la verdad de su situación.

4. El derecho a decidir sobre sí mismo y sobre las intervenciones a que se le haya de someter.

5. El derecho a mantener un diálogo confiado con los médicos, familiares, amigos y sucesores o compañeros en el trabajo.

6. El derecho a recibir asistencia espiritual.

 

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Por: P. Javier Olivera Ravasi

 

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“Ay del pueblo que olvida su pasado;

Ay del que rompe la fatal cadena

con que el ayer tiene al mañana atado”

Manuel Machado.

 

Fue el filósofo ginebrino, Jean-Jacques Rousseau quien allá por el siglo XVIII largó a rodar por vez primera la idea de que el hombre “nacía bueno pero la sociedad lo corrompía”. No éramos los bípedos, entonces, como Aristóteles, Platón y la filosofía clásica lo había considerado junto con la Iglesia, alguien “caído” e inclinado al mal, sino alguien a quien debía respetarse y tolerarse ya que estábamos inclinados siempre al bien y libres de todo pecado original. Su afirmación, como veremos, no era simplemente el fruto de una elucubración intelectual sino la consecuencia de una ideología política determinada. Antes que él, sin embargo, y con motivos aun más precisos, hubieron otros que trataron de hacer lo propio para atacar una empresa que sería la gloria de la Iglesia y del occidente cristiano: la conquista y evangelización de América.

 

Es normal, incluso en nuestros días, escuchar distintas voces que denuncian a más no poder la “bondad natural” de los precolombinos y la “maldad natural” de los conquistadores españoles, de “aquellos sanguinarios conquistadores”[1]. ¿A qué tanta insistencia? Vayamos por partes.

 

La conquista en primera persona

 

Bernal Díaz del Castillo fue soldado de Cortés, el gran conquistador español. Una vez llegado a su vejez y con el arcón lleno de recuerdos, dejó un escrito con el que quiso recordar para la posteridad lo que había sido, en su juventud, la conquista de México por las tropas españolas; para ello y apelando a sus notas, escribió la famosa “Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España”.

 

El viejo gue­rrero, una y otra, vez confesaba allí sin ambages su admiración por el esplendor de la civilización azteca, no encontrando palabras adecuadas para que sus lectores llegasen a imaginar el asombro que los españoles experimentaron el 8 de noviembre de 1519: “Vimos cosas tan admirables (que) no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México (…). Nosotros no llegábamos a cua­trocientos soldados”[2].

 

“Cuatrocientos soldados…”; recordemos esta pobre cifra.

 

Los indios de México no se llamaban a sí mismos “aztecas” sino tenochas; su lengua era el náhuatl y habían aparecido como una tribu hacia el 1200 d.C.; proviniendo del norte, de Aztlan, “lugar de las garzas”, se habían establecido en Chapultepec. Con el paso del tiempo fueron desarrollando allí su vida hasta que en 1325 el sacerdote Tenoch les hizo buscar refugio en el Lago de México donde comenzaron a construir la famosa ciudad de Tenochtitlán. Bien dotados para la guerra, llegaron a ser un pueblo poderoso y temible del cual, en 1440, surgiría Moc­tezuma I, quien consolidaría el trono y, con él, la dominación azteca sobre una am­plia zona de influencia. Fue bajo su reinado que los tenochas reemplazarían las antiguas chozas de la capital por aquellos edificios de piedra que impresionaron a los españoles como una visión maravillosa.

 

A principios del siglo XVI los aztecas eran amos y señores de un vasto territorio que iba desde México hasta lo que hoy es Guatemala; con gran abundancia de bienes materiales hacían que cada seis meses, más de trescientas ciudades sometidas a su dominio enviasen un tributo abundante y variado. Dos días no bas­taban para recorrer la gran plaza de Tlatelolco donde las mercaderías se ofrecían a la venta[3].

 

¿Pelearon solos los conquistadores?

 

Todo parecía feliz en el imperio… aunque no faltaran problemas como reconoce el mismo Von Hagen[4], apologista del indigenismo. En efecto, lejos de ser un paraíso terrenal el sistema rígido de gobierno y las luchas intestinas y exteriores, hacían peligrar la continuidad de dominio.

 

Para el año del desembarco del conquistador Hernán Cortés, el imperio parecía estar desmoronándose por su propio peso; era una época “mesiánica” y “apocalíptica” para los aztecas, según afirma el historiador George C. Vaillant[5] ya que los nativos aguardaban el retorno de una figura legendaria, Quetzalcoatl. Su regreso del más allá hacía temblar no solo a los aborígenes, sino también al mismo emperador aztecaMoctezuma quien, habiendo recibido una enorme cantidad de vaticinios funestos, no sabía si huir o esconderse en una cueva.

 

La expectativa ante sucesos extraordinarios era fermento de masa nueva y terminó de confirmarse, como afirman los cronistas, cuando los indios vieron bajar por vez primera de sus carabelas a los Conquistadores: las “ciudades flotantes”, los caballos y sus armas deslumbrarían por completo a los indígenas dejándolos atónitos.

 

Se narra que, al desembarcar en el puerto de Veracruz, los soldados de Cortés tuvie­ron por locura lanzarse a la conquista de aquel Imperio poderoso, y el Capitán extremeño, gran conocedor del arte de la persuasión, desmanteló nueve de sus diez buques dejando solo un barco para los pusilánimes a quienes despectivamente ofreció el regreso a la isla de Cuba. De este modo, logró que sus cuatrocientos hombres,auxiliados por mil indios, con solo doce caba­llos y siete cañones, se internasen en el territorio mexicano.Por su parte, los aztecas recibieron un efecto paralizante, pues además del poderío de estos cuatrocientos hombres, las tribus vecinas comenzaron a apoyar sin cesar a las fuerzas españolas, llegando a casi mil los “aliados”; pero… “¿ayudados por tribus vecinas”? ¿Por qué?

 

He aquí un punto importante que no se narra en la historia “oficial” y es que “muchos de los pueblos sometidos recibieron a los españoles como a sus libertadores”[6] a raíz de que el gobierno central trataba cada vez más despóticamente a las naciones vasallas.

 


[1] Nos basamos principalmente aquí en el jugoso artículo de Carlos Biestro, Guadalupe: Maravilla y esperanza americana, Gladius 12 (1988) 3-32.

[2] Bernal Díaz del Castillo, Crónicas Americanas, C.E.A.L., Buenos Aires 1969, 5. Cursivas nuestras.

[3] Víctor Von Hagen, The Aztec: man and tribe, The New American library, New York 1962, 90. Von Hagen es un gran admirador de la cultura azteca.

[4] V. Von Hagen, op. cit., 96.

[5] G. Vaillant, The Aztecs of Mexico, Penguin Books, 1961, 257.

[6] G. Vaillant, op. cit., 232.

 

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